Miro a mi alrededor y todo se está desmoronando.
Las personas a las que quiero lo están pasando mal, la falta de dinero, el amor que termina, los rencores que afloran...todo acaba por devorarlos de una manera cruel y única en cada persona.
El mundo está a punto de estallar, las flores no florecen, el sol ya no sale a su hora porque teme alumbrar la desesperación de tantas almas, los mares se echan atrás en busca de refugio en las profundidades, los bebes pasan hambre, los dulces dejan de serlo.
¿Y yo?
Me resigno y me adapto, como mi padre siempre me enseñó, lucho a espada y soy fría a la hora de atestar los golpes que me alzarán a la victoria, sin embargo en el camino paso miedo y voy con el escudo bien alto, impidiéndome ver bien por donde camino, y haciéndome meter la pata en cualquier agujero que se cruce en
mi viaje.
Pero en una de esas travesías encontré algo inesperado, un tesoro en bruto con el que me siento tranquila y en paz.
Lo clavé en mi escudo y desde entonces no preciso caminar más con él en alza, pero eso me preocupa más.
Al finalizar el día, cuando el sol sale corriendo a su escondrijo donde esperará hacerle el amor a la luna, me siento y en el calor de la hoguera abro mi cabeza a las vivencias del día.
Recuerdo a mis amigos y su sufrimiento, pero me es imposible apartar mi mirada del tesoro y dejar de sonreir.
Me siento egoísta y cautiva por ese deseado sentimiento que me completa y me pierde.
Ni siquiera mis problemas se presentan tan grandes, y donde antes había una montaña ahora hallo un canto rodado.
Temo por el día en que un dragón se alce ante mi y en su lugar vea un pollo, porque entonces será cuando la realidad me prenda fuego y yo solo vea plumas.
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