La primera vez que pasó lloré.
Lloré muchísimo.
Durante horas...y horas...
No por el dolor que me sacudía punzantemente, sino por el miedo.
El miedo y la angustia.
Llegué a mi casa después de correr por las calles oscuras durante toda la noche.
El silencio era perturbador y solo se rompía de vez en cuando con algún ronquido fortuito que me hacía sentir recogida.
Estaba a salvo.
Esa frase se repetía en mi cabeza una y otra vez.
Estás a salvo.
Encendí la luz de mi cuarto y cerré la puerta tras de mi con sumo cuidado para no alterar la noche.
Entonces comencé a quitarme la ropa frente al espejo.
Uno...dos...tres...once.
Once moratones.
En el mentón, sobre la ceja (un golpe herrado), en el costado, los dedos marcados sobre mi garganta, y algunos más repartidos por el estómago y la espalda.
Me senté en la cama, observándome.
Y lloré.
Lloré hasta quedarme sin una sola lágrima en el alma.
Sonó el teléfono. Era él.
Y tonta de mi...que lo cogí y le perdoné.
Cuantas veces después de esa mentí sobre mi torpeza para evitar las preguntas sobre mis crecientes magulladuras.
Memorias de Marta II
"Por suerte o por desgracia esa noche follamos, y se me vino abajo el mito del amor"